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Escupir al techo

Cuando era una adolescente y alguien se iba del país, de Las Tunas, del barrio pobre en el que crecimos, solía sentir, la satisfacción -perversa- de saber, por lenguas ajenas, que en la búsqueda del «paraíso» extrañaban el callejón sin asfalto, lleno de piedras como puñales para zapatos que poco podían durar.

En aquellos tiempos en que era más joven, más despreocupada, más confiada, los pedruscos, el lodo cuando llovía, el tierrero en las casas, en la ropa, en el pelo, en el camino transitado, aunque recién acabara uno de bañarse y perfumarse y un tornado de polvo arremetiera, parecía cosa de un tiempo que definitivamente debía pasar.

Las Tunas es una ciudad pequeña, de esas, siento yo, que hay que mirar con los ojos del corazón y ponerle mucho amor a la mirada. Con su clima caluroso semeja, a veces, un eterno mediodía y algunas de sus calles sin asfalto parecen salidas de filmes del Oeste, sin pistoleros -gracias a Dios-, pero con las pocas brisas que se mueven cargadas de polvo.

Frente a mi casa la calle es una mezcla de arena, gravilla, escombros, tierra y piedras venidas de cualquier parte, para llenar los hoyos que nos deja la erosión. Lleva décadas así, desde sus primeros pobladores, siempre a la espera de un camino mejorado.

Las calles del barrio pobre en el que crecimos nunca tuvieron asfalto, ni tampoco parece que tendrán -no hay presupuesto-. Han pasado los años y también las esperanzas. Cuatro ruedas son un lujo; dos, incluso, tienen precios de insulto para las carteras.

Cuando era más joven y alguien se iba del país aprendí, un poco, a despreciarle. Eran «apátridas, escorias, desertores, gusanos, balseros, gente de mente débil». Con el tiempo solo fueron gente necesitada de un cambio en sus vidas y, probablemente, los únicos que se guardaron como tesoro el recuerdo de las calles plenas de polvo que les vieron crecer.

¡Qué ironía! A mí, el presente me puso rancio ese recuerdo de tanto revivir la imagen, la misma que prometió ser pasajera y el día a día la perpetuó.

Ya perdió gracia verme caminar con la tierra a la altura del rostro, empolvándome, enlodándome el sudor, neutralizando el fresco, acomodándose en mis poros, provocándome -casi como escarmiento- desear extrañarla antes que volverla a ver.

Sin visa y tan lejos

Las Tunas, Cuba.- Fue de poco a poco que la emigración comenzó a tatuarnos sin permiso el sentimiento. Para varios de los que no tuvimos familiar alguno que se aventurara a cruzar el mar del modo que fuera, los únicos golpes -eso creímos- vinieron con la ausencia de remesas tras la llegada, en los años ?90, de un Período Especial -de miseria económica- que para unos cuantos no termina.

No nos tocó llorar de cerquita los muertos, los ahogados en el mar, los desaparecidos, los que no encontraron el «sueño», los que nunca volvieron, los que no tienen dinero para el regreso, los que vuelven de año en año con un montón de lágrimas que nadie imagina que pueda albergar el cuerpo y con ganas de llevarse a la familia en el equipaje, pero nos tocó ser oídos para los relatos, prestar el hombro para el consuelo, presenciar las escenas, a veces crueles, de lo que nos podría suceder.

Gente adulta y joven parte, desde hace mucho, por mar o aire, sin visa o con ella, de improviso o con planes hechos, en busca de lo que en Cuba no encontraron o saben que no encontrarán.

Acá quedan las familias rotas, algunas con sentimientos que nunca más serán definibles, sino mezclas intensas o ambiguas de dicha con nostalgia, de soledad con confort, mientras haya tanto mar y frontera de por medio.

«El Norte» nos ofrece el más común de los dramas, por su cercanía, por su Ley de Ajuste que invita, por una comunidad cubana que acoge y crece, y la posibilidad de recibir ayuda para empezar uno mismo, uno solo, aunque el tránsito sea severo.

A varios de los que carecimos de postales y remesas venidas de lejanos predios, se nos afincan con dureza en el recuerdo las madres que se quedan. No es el clímax de un derrumbe lo que, a veces, más nos marca, sino las escenas cíclicas que nos ofrecen.

En ocasiones, las encuentra una en la calle y al preguntarles cómo están, te dan de inmediato la noticia de que su único hijo partió rumbo a Estados Unidos, que ella se enteró a última hora o cuando la llamó desde allá. Uno queda medio mudo, procesando el montón de pensamientos que la cruzan, hasta que se reacciona y se le anima con la posibilidad del viaje:

-¡Ah!, pero pronto vas a visitarle en Estados Unidos-. Y he aquí que, a veces, hacen aparición las décadas de políticas y rencores entre los dos gobiernos y la conversación termina con un absoluto: «Yo nunca pondré los pies en ese país».

Se las topa una, de vez en cuando, en la calle o en una oficina, mostrando a cuanto conocido y hasta extraño encuentre las fotos de su bebé que «está en El Norte, pero hasta hace un tiempo estuvo acá». Madres contando las peripecias vividas en la Oficina de Intereses de Washington en La Habana, con aquella cola, aquellos nervios, aquellas historias que la gente hace, los intentos fallidos, la resequez de los funcionarios, aquel NO desgarrante, separador de gente que solo se separa porque la economía o las expectativas son muy pobres.

Esos NOES son fuente de un culto obligado a la paciencia, de un aferramiento desmedido a la esperanza de volver a estar juntos algo más que los 15 días o el mes que permite el trabajo en USA.

Hay tras las historias contadas, ya con serena resignación, un montón de lágrimas en sabanas de América y de Cuba. Lágrimas que se ocultan tras frases como esta que una hija dijo a la madre por teléfono, tras un suspiro: «Mami, ¿tú sabes que te amo mucho?»

Mientras, acá, la madre se desespera en silencio y le finge un ánimo que hace mucho no tiene, pero que precisa su beba, quien trabaja muchas horas por el futuro de ambas, hace su vida lejos con el peso de la melancolía y espera, calladita, por que un día la política le dé una visa a su mamá.

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